
Chile sepulta la moda rápida en su desierto más sagrado
El desierto de Atacama, reconocido por ser el más seco del planeta y un santuario natural de enorme valor cultural, ha sido invadido por montañas de ropa usada que llegan desde Estados Unidos, Europa y Asia. Lo que no se vende en las vitrinas del norte global, termina olvidado entre dunas y huesos secos en el norte de Chile.
Cada año, Chile importa más de 59 mil toneladas de ropa usada. Al menos 39 mil toneladas desembarcan en la zona franca de Iquique, pero una gran parte no logra comercializarse. Sin salida legal ni infraestructura adecuada para reciclarla, las prendas son abandonadas o incineradas en el desierto, en una práctica que genera gases tóxicos y deja marcas imborrables en el paisaje: cicatrices negras visibles desde el espacio.
Las fibras sintéticas que componen la mayoría de estas prendas pueden tardar hasta 200 años en degradarse. Y mientras arden a cielo abierto, liberan compuestos como dioxinas y furanos que contaminan el aire, el suelo y las aguas subterráneas. Según la organización Desierto Vestido, al menos 160 hectáreas ya están directamente afectadas por esta acumulación textil, y se estima que más de 15 millones de prendas son enterradas o quemadas cada año en Tarapacá.
La ONU y Greenpeace han clasificado este fenómeno como una “emergencia ambiental y social”. El ritmo de la moda rápida —que produce un camión de ropa por segundo en el mundo— ha convertido al sur global en el basurero de un modelo económico insostenible.
Desde 2021, una demanda por daño ambiental ha sido impulsada contra el Estado chileno y la municipalidad de Alto Hospicio. La abogada Paulin Silva, quien representa esta causa, denuncia omisiones graves en la protección del medio ambiente, que ya afectan más de 300 hectáreas de terreno.
El Atacama no eligió convertirse en vertedero. Fue el mercado el que decidió que lo que no se vende, se desecha. La ironía es brutal: una tierra ancestral, rica en historia, convertida en un cementerio textil por una industria que prefiere destruir antes que redistribuir.
La ropa tirada en Atacama no solo contamina; también revela. Habla de excesos, de desigualdad global, de una economía voraz que sigue fabricando lo que el planeta ya no puede cargar. Y mientras no cambiemos cómo consumimos, seguiremos enterrando más que ropa: también parte de nuestro futuro.
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